martes, 30 de octubre de 2012

El oficio de imaginador.

Transformar números en barcos piratas, salvatruchas en elaborados tribales polinesios y dieSiocheros en personas comunes e inofensivas es un trabajo de imaginación. A veces la piel se resiste, pero siempre deja lugar para más y más tinta.
El tatuador callejero es un imaginador  de bajo presupuesto. Logra que los objetos cotidianos muten y se conviertan en su principal herramienta de trabajo: una cuchara, agujas para coser, una bobina de un juguete viejo, hilo, alambres y un transformador de voltaje de un teléfono celular...de esto sale la máquina para tatuar.
Milton  P.   TATUADOR CALLEJERO
"Tenemos que ser fantasmas, mudos e invisibles en nuestros propios barrios, nos escondemos de la policía y los mareros; está claro que no quiero convertirme en comida de zopilote, así que mejor que no nos crucemos."


Son 39 centígrados en el centro de Tegucigalpa y se le ve por la calle cubierto de pies a cabeza. El acoso constante de las miradas conservadoras de los transeúntes le obliga a bajar la cabeza y contar los ladrillos de la acera;  "Así vivo la vida", me dice esbozando una sonrisa de autocompasión.
Lo que comenzó como un movimiento de resistencia por la propia identidad en los callejones de Los Ángeles, se pierde entre capas de tinta de mala calidad en los menos conocidos rincones de los barrios marginales de Tegucigalpa. La lucha por pertenecer ya solo existe en el mismo sentido de supervivencia que nos caracteriza como hondureños y en sus preciosos estigmas que se borran con genéricos diseños salidos de una revista de tatuajes antigua. Perdieron la verdadera batalla, la que tiene como premio la libertad.
La verdad es que cualquier cosa sirve, cualquier cosa que le quite sus tatuajes y no le haga ver como un pandillero: papel de lija, una plancha al rojo vivo, acido de la batería de un auto  y otros medievales métodos de autoflagelación. La idea es esconder sus lienzos de piel y no permitir que la sociedad siga arrinconándolos, no seguir viviendo como reptiles en cautiverio en sus propios hogares.
"El problema es que no soy delincuente, me gusta el arte del tatuaje y los chepos generalizan".
Aquí es donde (como siempre) se degenera la cosa: Resulta que en Honduras por andar "marcados" somos sospechosos de algún innombrable crimen o al mínimo de ser de mala familia; difícilmente encajamos en un ambiente de oficina y además somos irrevocablemente rebeldes sin causa. No somos unos simples entusiastas del arte corporal sino maleantes que intimidan con el cuerpo.

Esta actitud que segrega a los tatuados en Honduras no es producto de que los mareros se identificaran con los tatuajes o que traten de provocar miedo con los mismos o que todos sus tatuajes cuenten historias de muerte, es producto directo de las políticas de mano dura que solo consiguen respuestas de manos mucho más duras.